Carlos Martínez Gorriarán
Unión Progreso y Democracia (UPyD)
Lamentar la corrupción pero limitarse a combatirla apelando a la moralidad de las personas es similar a luchar contra la sequía sacando los santos de procesión. Esta costumbre presenta un riesgo adicional: así como en algunos pueblos tiraban al río el santo e incluso el Cristo si pese a las rogativas no llegaba la lluvia implorada, la persistencia y multiplicación de los casos de corrupción también puede llevar a tirar la ética a la basura. Pues en efecto, si los llamamientos a la moralización de la vida pública no dan resultado, ¿para qué sirve esa ética invocada a modo de jaculatoria milagrera? Para nada, debe de pensar la multitud convencida de que todos los políticos son unos corruptos, que la cosa no tiene remedio y que, por eso mismo, cuando vote apoyará al partido que menos le repela aunque sea tan corrupto como el otro: PSOE y PP, tanto monta monta tanto, como CIU y PNV y resto de la vieja sopa de letras.
La corrupción política no se resuelve con llamamientos a la ética, y empeñarse en hacerlo acaba perjudicando a la ética pública. Habrá que pensar en algo mejor, ¿pero en qué? Lo primero es ser conscientes de que siempre habrá políticos corruptos, del mismo modo en que hay empresarios y empleados que también lo son, y funcionarios, profesionales, periodistas, jueces, etc: gente que se enriquece ilícitamente, que defrauda o que no hace lo que dice hacer. La corrupción política es más grave, ciertamente, porque afecta a todos y traiciona la confianza depositada en los gestores y representantes públicos; llevada al extremo, destruye la democracia. No se trata pues de banalizar su importancia, pero sí de reconocer que los comportamientos corruptos están a la orden del día en todos los ámbitos de la existencia humana, y no es exclusiva de los políticos. Como no es posible erradicarlos, hay que prevenirlos y castigarlos si se producen (qué horror: castigar, que políticamente incorrecto).
Prevenir y perseguir la corrupción política si se produce: ahí está la clave. Y se trata de prevención en varios órdenes, para hacer la corrupción no imposible, sino más difícil y penalizada. En España, en concreto, hay que revisar a fondo las competencias urbanísticas de los ayuntamientos para dificultar la forma más usual, la ligada a recalificaciones de suelo y construcción. Además, hay que modificar el Código Penal para que sea posible, por ejemplo, que el juez suspenda automáticamente al político sospechoso de corrupción para que su permanencia en el cargo no agrave el caso ni legitime el delito. Por cierto, esta es una de las enmiendas al Código Penal que Rosa Díez ha presentado en la comisión del Congreso donde se estudia su reforma, y una enmienda que el PSOE ha rechazado… Pero además es indispensable profundizar en la mejora de la transparencia de la gestión. Por eso hay que cambiar la ley de financiación de los partidos políticos, que estimula claramente la corrupción como financiación ilegal (a menudo mezclada con el enriquecimiento personal); hay que despolitizar las cajas de ahorros, para impedir la sistemática condonación de créditos, el blanqueo de financiación ilícita y otros trucos habituales; hay que eliminar las empresas públicas y entidades superfluas o ineficaces, pues en muchos casos no sólo son un derroche, sino que están ligadas a prácticas corruptas tales como colocar a los amigos y clientes como “expertos” y “asesores”, u ocultar endeudamiento público a base de trasladarles deuda del ayuntamiento, diputación o comunidad. Hay, en fin, numerosas medidas que podemos adoptar para dificultar la corrupción y castigarla ejemplarmente. Entonces, ¿por qué no se adoptan?
La razón de esta pasividad es muy clara, y además es doble: los principales focos de corrupción de la vida pública, los partidos tradicionales, no están dispuestos a asumir ningún riesgo que amenace su control de las instituciones, pero además tampoco harán nada mientras millones de ciudadanos les voten a pesar de su clara complicidad en el mantenimiento de un sistema que no sólo tolera la corrupción, sino que la fomenta. En resumidas cuentas: PSOE, PP y sus socios nacionalistas no actuarán contra la corrupción, ni dentro de sus partidos ni en las instituciones, por las mismas razones por las que evitan mejorar la ley electoral, combatir el déficit público, despolitizar las cajas de ahorro, reformar el mercado de trabajo o asegurar una enseñanza pública de calidad. Y mientras reciban elección tras elección 24 millones de votos, no verán la necesidad de cambiar de actitud.
Conclusión: está muy bien invocar la ética e indignarse con los corruptos, pero no sirve de nada mientras combatamos la corrupción dónde y cómo hay que hacerlo: en las instituciones y en las elecciones. Con reformas legales y con votos.